El Forjista

41 años de Las Abuelas de Plaza de Mayo

Artículos aparecidos en el diario Página 12 el 22 de octubre de 2018

Protagonistas decisivas

Por Jorge Castro Rubel

Las Abuelas de Plaza de Mayo están cumpliendo 41 años de lucha por recuperar a sus nietas y nietos arrebatados por la dictadura cívico-militar que implementó el terrorismo de Estado en la Argentina entre 1976 y 1983. Durante esos años, los crímenes cometidos por el Estado argentino sobre la población civil fueron múltiples. Entre tantos otros, 30 mil compañeras y compañeros fueron desaparecidos, miles fueron encarcelados, otros tantos se vieron en la obligación de marchar al exilio y alrededor de 500 bebés y niños fueron separados de sus familias por la fuerza.

En las más de cuatro décadas de lucha, las Abuelas identificaron a 128 nietas y nietos, impulsaron procesos de justicia, construyeron e impulsaron la construcción de instituciones y generaron un profundo cambio cultural y jurídico con relación a la cuestión del derecho a la identidad. Estos son sólo algunos de los muchos logros obtenidos en tantos años de lucha.

Yo fui uno de esos 500 bebés y niños que fueron separados forzosamente de sus familias durante la dictadura. Pero, afortunadamente, hoy soy uno de los 128 nietos identificados por las Abuelas, lo que me permitió conocer a mi familia y saber piezas fundamentales de mi historia de vida.

Así, pude conocer quiénes fueron mis padres, Ana y Hugo, y algunos rasgos acerca de ellos. De esta manera, supe que habían sido militantes políticos en las FAL y que por esta razón habían sido secuestrados por las Fuerzas Armadas antes de que la dictadura cumpliera su primer año, en enero de 1977. Hoy, casi 42 años después, continúan desaparecidos. También pude conocer con certeza el verdadero lugar de mi nacimiento, el centro clandestino de detención montado por la Armada en la ESMA, sitio en el que nací en cautiverio hacia mediados de 1977.

Estos y muchos otros fragmentos de mi vida pude recién conocerlos hace poco tiempo, cuando ya contaba con más de 37 años. Se trata, en general, de hechos complejos y dolorosos. Sin embargo, son la historia verdadera.   

Aunque mucho más tarde de lo deseado, la verdad sobre tantas cuestiones fundamentales de la vida no me ha permitido “recuperar” mi identidad, porque la identidad humana está siempre en transformación, pero sí enriquecerla, lo que es mucho. Y en este proceso, nuestras queridas Abuelas han sido protagonistas decisivas.

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Un nombre 

Por Guillermo Rodolfo Fernando Pérez Roisinblit *

Rodolfo no es un nombre lindo. Ni siquiera es un nombre común. ¿Cuántos Rodolfos conocen personalmente? Yo solo conocía uno: el tío de un amigo.

Antes de abril del 2000 jamás hubiera reparado en contar los Rodolfos. Fue en esa época que dos llamados telefónicos (anónimos) a la casa de las Abuelas de Plaza de Mayo daban por terminada una búsqueda de 21 años. El resultado: yo no era un Guillermo, era un Rodolfo.

Durante varios años me resistí a usar ese nombre que, según varias sobrevivientes de la ESMA, fue el que me puso mi mamá al parirme en el sótano del Casino de Oficiales. Casi veintisiete años después, volví a ese lugar de la mano de quien hoy es mi esposa y de mi abuela Rosa. Ese día era especial: junto a nosotros también recorrían el predio Baltasar Garzón, Cristina Fernández de Kirchner (que no se apartó de nuestro lado en ningún momento) y varios sobrevivientes y familiares. Entre ellos Miriam Lewin, que militó con mis padres, estuvo secuestrada en ese mismo lugar y fue testigo de mi nacimiento.

Recorrimos cada lugar del Casino, hasta llegar al sótano. Es un lugar gris (con una atmósfera enrarecida que te contagia de cierta angustia y opresión en el pecho) que se encuentra totalmente vacío. Es muy difícil imaginar cómo estaba subdivido en aquellos años y fue entonces que me atreví a preguntarle a Miriam: ¿dónde nací?

Ella se quedó en silencio, mirando los ventiletes que aportaban la escasa iluminación natural con la que contábamos. Entonces supuse que no me había oído o que, simplemente, no quería contestarme y me di la vuelta para salir.

–Ahí, Rodolfo. ¡Vos naciste ahí! –dijo, señalando el ventilete número 4 desde las escaleras. 

La sorpresa no fue saber el lugar preciso donde estaba la enfermería en 1978 en el sótano de la ESMA. La sorpresa fue haberme dado vuelta por primera vez al ser llamado Rodolfo. Sentirme identificado con ese nombre, con mi nombre. En ese lugar, donde por primera vez salió de los labios de mi mamá, 26 años después me reencontraba con mi identidad.

Sé que la identidad es algo más que un simple nombre. Es un cúmulo de distintos factores que se enlazan para definir quien sos. En mi caso, yo tuve durante 21 años una identidad. Falsa, es cierto, pero eso yo lo desconocía. Tener que descomponerla y reconstruirla no fue una tarea fácil. 

Aceptarme como una persona distinta a la que creía que era es un proceso por demás difícil.

Comprender la figura del detenido/desaparecido, reconocerme como uno. Saberme víctima de delitos de lesa humanidad es, también, difícil.

Asumirme hijo de unos padres que solo son mayores por un lustro es difícil pero, mucho más difícil, es saber que (actualmente) mis padres son 15 años menores que yo. Resulta incomprensible. Imaginarlos e imponerle cierta movilidad a las (pocas) fotos que me supieron dar, fabricarles gestos, idealizar sus personalidades tan solo con los retazos de recuerdos que ciertos privilegiados tienen de ellos, es difícil.

Admitir que todo esto que estoy contando no es ciencia ficción sino que es mi propia realidad también es difícil. Todo es demasiado difícil, pero no imposible. 

Imposible hubiera sido vivir tantos años con la duda, legarles a mis hijos una identidad falsa y soportar la culpa de no haber podido conocer a mi familia.

Yo sé que no suenan muy alentadoras mis palabras, que dejan ver todas las dificultades que tuve que atravesar para ser quien soy, conocer mis raíces y asumir mi historia. Pero les puedo asegurar que elijo volver a pasar por todo lo que pasé con tal de tener el bien más esencial y preciado que cualquier persona puede tener: su propia identidad, aunque Rodolfo no sea un nombre lindo.

* Nieto restituido por Abuelas de Plaza de Mayo en el año 2000; @guillogo_. 

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El árbol de Violeta

Por Victoria Ginzberg  

Un collar en el cuello como despedida. Las palabras finales perdidas para siempre en el tiempo. La incertidumbre. Un olor. Una foto. La sangre, los ojos, la nariz. La historia. Una casa nueva. El miedo. El silencio. El amor. Nuevos olores, nuevas sonrisas, nuevos ojos, sangre nueva. ¿Qué es la identidad? Violeta tiene ocho años y tiene que armar el “árbol familiar” para la escuela. 

La tarea nos obliga (me obliga) a pensar en los vínculos, tan rotos y vueltos a armar, tan fuertes y reforzados también, tan atravesados por el terrorismo de Estado. ¿Qué es la identidad? Violeta cuenta en clase que por el lado materno tiene tres abuelos: mis papás, que están desaparecidos, y su abuela, la bobe, que es mi tía sólo porque no quiso que la llamara mamá para preservar la presencia de mi madre, pero que es mi madre también. Cuenta que su bisabuelo y su bisabuela eran ucranianos aunque en sus documentos dicen polaco y polaca. Lo que figura en los papeles no es siempre la verdad o lo que sentimos o lo que somos. Muestra la libreta de casamiento de mis padres, que hemos aportado junto con el certificado de llegada de la bisabuela –la baba Rima– a América y un cartel con las fotos de los desaparecidos de la familia que pertenecía a la otra bisabuela, a Laura. En el librito rojo está inscripto mi nacimiento y también el de mi primo Hugo, que hubiera crecido como mi hermano si después de matar a sus padres cuando era un bebé y no tenía ni siquiera documento los militares no hubieran llegado para secuestrar a los míos. Por eso Hugo pasó su infancia en otro país llamando mamá a la abuela Laura y todavía está haciendo trámites para que en su documento figure su apellido paterno, y yo me quedé acá y tuve (tengo) otros hermanos que eran mis primos, Ariel y Leo. “Vas a marear a los chicos y a la maestra. No te preocupes que yo lo cuento hace más de cuarenta años y tampoco lo entienden mucho, lo tengo que repetir varias veces a las mismas personas”, le digo a mi hija. Violeta no se asusta y tampoco acepta las sugerencias para simplificar su exposición oral. Sale de la escuela feliz. “Me aplaudieron dos veces”, cuenta. 

La identidad. Esos pedazos de historia. Nada de todo esto y todo a la vez. Sartre dijo que habremos de ser lo que hagamos con aquello que hicieron de nosotros. Vínculos que se construyen. O reconstruyen. O destruyen. Si no, pregúntenles a esas mujeres y esos hombres hijos de represores que formaron el colectivo de Historias Desobedientes. Personas que se afirman en la diferencia, en el repudio a lo que hicieron sus familiares. 

Buceamos en fotos y documentos. Reconstruimos una historia hasta ahora borrosa sobre la llegada de la baba Rima a la Argentina. No vino escapando de la hambruna ni de la pobreza. Tenía veinte años, era militante comunista y la metieron presa en su pueblo. Su papá consiguió sacarla y la subió a un barco. Atravesó el océano para llegar a Tucumán, donde estaban dos de sus hermanos. Llegó en 1938, poco antes de que en Europa su familia fuera aniquilada por los nazis. Su padre la salvó sin saberlo de mucho más de lo que quería salvarla. Y ella lo habrá pensado tantas veces cuando no pudo, aquí, salvar a su hijo.

 

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