El Forjista

La épica lucha del más ganador

Julián Mozo

Artículo publicado en Página 12 el 9 de junio de 2020

 

1963. Bill Russell viene de ganar el sexto título en sus siete primeros años en la NBA. A los 29 años,  es el jugador más importante del equipo que marca una nueva era en el mejor básquet del mundo. Es además el basquetbolista que, por su mentalidad y tremenda capacidad defensiva, está cambiando la forma de entender (y dominar) este deporte. Pero, claro, también es de color negro. Y no se calla. Y eso cuenta en la época. Demasiado.

Russ es la primera gran figura afroamericana en un tiempo donde aún faltan un par de años para que quede totalmente prohibida la segregación racial... Y eso cambia todo. Ni siquiera es ídolo indiscutido en Boston, la ciudad que está en la cúspide por la hegemonía de los Celtics en la NBA. Al contrario, para algunos es un enemigo, el afroamericano que discute la supremacía blanca, el activista que puede levantar a las masas que han estado oprimidas durante siglos. Boston es una ciudad anglosajona con gran inmigración irlandesa, una profunda fe católica y un marcado conservadurismo. Y no son pocos los que no toleran a Russell. Le hacen la vida imposible.

Cuando decide mudarse a un suburbio de la ciudad (Reading), es el único afrodescendiente del pueblo, y sus hijos, los únicos negros de una tradicional escuela para blancos. Los ataques son constantes. No hacia él, porque mide 2m10, tiene un físico portentoso y la policía lo custodia. Pero sí a su casa. Le rompen vidrios y puertas. Buscan intimidarlo, callarlo. “Sólo jugá al básquet, negro”, le exigen. Hasta que un día atraviesan un límite... Entran a su hogar, le destruyen los trofeos y defecan en su cama. No contentos con eso, esparcen el excremento por todas las paredes y le dejan graffitis en sus paredes. “Maldito negro”, escriben usando la peor de las palabras, Nigger, la forma despectiva de llamar a los afroamericanos.

Su abuelo luchó contra el Ku Klux Klan y el pequeño Bill fue testigo como sus padres fueron maltratados y humillados. Y él no tardó en sufrirlo en carne propia. Era común que, en las calles e incluso en los equipos en los que jugaba, Russell fuera llamado “mapache”, “gorila” o “Niño de chocolate”. Incluso un entrenador fue capaz de decirle que “se comportaba demasiado como negro”.

Cuando llegó el salto a la NCAA, sólo una facultad le ofreció una beca, la Universidad de San Francisco. Russell se arrojó encima de esa chance. Era la posibilidad de jugar pero, a la vez, de estudiar, algo que creía que podía alejarlo de la pobreza y el racismo. Por eso, en la facultad estudió al revolucionario Henri Christophe y empezó a acercarse a los activistas. Por caso, Russell tuvo una relación muy cercana con Huey Newton, cofundador del Partido de las Panteras Negras.

Con Russell, los Dons terminaron de armar un equipazo. Llegaron a tener una racha de 55 triunfos seguidos y lograron dos títulos nacionales de la NCAA, en 1955 y 1956. Russell cerró su etapa universitaria con promedios de 20.7 puntos y 20.4 rebotes y un dominio defensivo que hizo que la NCAA cambiara una regla por su influencia. Ese impacto universitario permitió que los Celtics lo eligieran en el puesto N° 2 del draft de la NBA de 1956. Pero el éxito deportivo no lo alejó del racismo, sobre todo cuando el equipo viajaba para jugar de visitante, obligado a dormir en cuartos de limpieza o directamente no era recibido en hoteles. En 1954, los Dons asistieron para un torneo navideño en Oklahoma. Ninguno de los hoteles del centro de la ciudad quiso alojar a los jugadores de color. En solidaridad, todo el equipo permaneció junto en un dormitorio vacío y nadie quiso jugar.

Russell construyó un temple y una coraza anímica capaz de enfrentar cualquier situación negativa. En Boston volvería a sufrir, pese a ser la estrella determinante del equipo más dominante de la historia (11 títulos entre 1956 y 1969). Russell revolucionó el juego. Se trató de un pivote de 2m10 que podía defender casi todas las posiciones. Sin embargo, el reconocimiento no le llegaba y los créditos iban hacia Bob Cousy, el base. Blanco él, claro. La prensa lo llamaba el equipo de Cooz. El pivote negro vivió a la sombra de su compañero, siempre en silencio. “Me siento culpable. Debería haber hecho más. No sabía lo que sufrías. Perdoname, Bill”, le dijo Cousy en una carta que le escribió cuando tenía 85 años. Bill lo disculpó.

Russell vivió un infierno en Boston. Incluso la Policía lo custodiaba. Pero nunca tuvo miedo y se transformó en líder contra la desigualdad racial. En 1961, en un hotel de Kentucky, los encargados les dijeron a él y tres compañeros que “allí no les servían a negros”. Russell propuso que ninguno de los cuatro jugara el amistoso. Todos lo siguieron y Boston debió presentarse con sólo siete blancos. Por su activismo, no fueron pocos los que lo odiaron en Boston y en otras ciudades del país. Tanta bronca generó que él también empezó a odiar a una ciudad y a unos hinchas que, en vez de tenerlo como ídolo, lo veían como un enemigo. “Preferiría estar en una cárcel de Sacramento antes que ser alcalde de Boston”, declaró. Tampoco colaboraba que Russell, un tipo duro, hosco y con carácter difícil, se mantuviera distante con la gente. No firmaba autógrafos ni siquiera a los niños. “No me representa. Me niego a sonreír y ser bueno con los chicos. No creo que yo deba ser un buen ejemplo para ellos, salvo mis hijos”, explicó en 1964. A tal punto llegó el encono contra el basquetbolista que el FBI le abrió un caso por ser “un negro arrogante” y le destinó una vigilancia permanente.

Para su comunidad, en cambio, fue un referente. Porque en vez de bajar su voz, Russell la subió. Utilizó su status de estrella nacional en la luchar contra la desigualdad y enfrentó a los más poderosos. Como hizo con Walter Kennedy, el comisionado de la NBA entre 1963 y 1975, cuando comenzó a militar activamente contra la cuota de tres negros por equipo. “Te puedes ir a la mierda”, cerró la conversación Bill cuando Kennedy lo llamó para preguntarle “¿qué nos estás haciendo?” al escuchar que el pivote había tocado el tema públicamente. A Kennedy no le quedó otra que abolir aquella regla implícita.

Cuando Auerbach se retiró, en 1969, Russell rompió otra barrera al ser el primer entrenador negro de todo el deporte estadounidense. Ganó dos títulos más en la doble función de DT y jugador, aunque nunca logró el reconocimiento merecido. “Nunca me permití ser una víctima”, admitió él. Tampoco le preocupó la idolatría. En 1972, cuando los Celtics decidieron retirar su camiseta, exigió que fuera en una ceremonia íntima, sin público, con sus amigos, familiares y compañeros. Recién 30 años después el rito volvió a repetirse, esta vez sí con un Boston Garden repleto de fans que lo ovacionaron. “Nunca trabajé para que me entiendan, acepten o gusten”, admitió Russell, quien fue un miembro activo de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (Naacp) y estuvo con Muhammad Alí en la recordada “Cumbre de Cleveland” para apoyar la negativa del boxeador a ser reclutado por el Ejército, una decisión que significó un antes y un después en la lucha por la igualdad de derechos. Su compromiso no se detuvo nunca. En 2017, publicó una foto arrodillado en su casa como solidaridad con la protesta de Colin Kaepernick, la figura de fútbol americano cuyas manifestaciones durante el himno nacional para protestar contra la desigualdad racial y el abuso policial generaron un gran revuelo social y político. Hoy, a los 86 años, su huella sigue tan vigente como profunda.

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